miércoles, 19 de agosto de 2015

TARDE DE TOROS. Relato.

Al hilo de la polémica surgida por el tema de los toros en Astorga, pero sin entrar - de momento - en más consideraciones acerca del "increible" homenaje a la mujer anunciado, me gustaría compartir un pequeño relato que recoge una visión muy particular de la "fiesta". 



Foto. Chayo Roíg Saurí
TARDE DE TOROS.

            Valdepeñas. Tarde calurosa de septiembre que se masca entre la tierra roja que acoge los viñedos. Aún duerme la villa la resaca de la fiesta que llenó la noche de cante y vino, mientras a retazos se prepara, perezosa, para continuarla en la arena de la plaza.
Tarde de toros, de calor y de sofoco.
            Es la primera vez. Su primera vez. Se deja arrastrar hacia allí a empujones de la cortesía. Y también, por qué no reconocerlo, por pellizcos  de curiosidad. En el graderío de sombra, el calor se hace llevadero entre un ambiente acogedor y risueño de peñas que se pasan, entre gritos, la bota de vino, las gambas y el jamón, aparentemente descuidados de lo que ocurre en el coso. Las explicaciones que le brindan sobre lo que allí está sucediendo hacen que comprenda su enorme equivocación.
            Allá abajo, en el ruedo, toro y torero coreografían un baile de vida y muerte, el lejano colorido del traje de luces enlazando danzantes figuras alrededor de una enorme y oscura mancha precedida por dos cuernos.
            De vez en cuando la arena queda envuelta en un pesado silencio solo roto por algún bufido del toro y el golpear de sus pezuñas contra el suelo. Hasta que un vocerío lo invade todo lanzando desde la grada gritos de aliento para el torero, mezclados con  abucheos de quienes no son, precisamente, sus más fieles seguidores. También en la lidia, como en el fútbol, cada espectador tiene sus preferencias que manifiesta acaloradamente frente al resto. Y el silencio vuelve  cuando el diestro se planta ante el toro con su estoque.
            Entonces, hombre y bestia parecen mirarse fijamente, midiendo sus fuerzas, calculando las distancias. Se inclina el diestro ligeramente hacia adelante, aupándose sobre la punta de sus pies enfundados en leves manoletinas.  Alza su brazo, calculando la jugada y, antes de que el animal embista, defensivo, le ensarta el acero en su cruz,  hasta la guarda. Tambalea herido de muerte el toro, dobla sus patas sobre la arena, mientras una mancha oscura y pegajosa extendiéndose en el ruedo hace más grande la silueta con que marca su presencia.
            Unos segundos para el silencio y luego una explosión de algarabías que tapa el estertor, el último bramido del perdedor de la batalla, mientras los espontáneos alzan al torero en paseíllo y una pareja de mulas tira del animal muerto hacia el desolladero.
            La corrida ha terminado. Alegría, color y fiesta para el hombre. Solo oscuridad y silencio para el toro que, de pronto, es perseguido por un círculo de moscas en torno a sus ojos abiertos pero ciegos, celebrando la pegajosa sanguinolencia de su muerte.
            Acabó la fiesta. Y un sabor agridulce invade el final de esta primera vez que, le es fácil adivinar, será también la última.

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