martes, 21 de diciembre de 2010

LA LEYENDA DEL PUENTE DE LA BRUJA (un relato inspirado en la leyenda que ¡tantas veces! me contó mi padre)


Llega un tiempo de leyendas y de historias, un tiempo en el que entre compras, reuniones, cenas, comidas y demás agobios navideños, podríamos aprovechar para contar historias, para contarnos historias y recuperar con la magia de las palabras la ilusión del tiempo compartido. 
En las largas tardes - noches de estos días navideños, a mí, particularmente,  me encantaba que mi padre me contara historias, algunas de las cuales nos repetía una y otra vez. Algunas de ellas, como esta, pertenecían a la tradición oral de su pueblo. Con el paso del tiempo, cuando yo me hice madre, fue creciendo en mi imaginación a instancias de la insaciable capacidad de escucha de mi hija, que siempre quiere más. Contarle a ella es como recuperar de alguna forma esa infancia perdida y la presencia de mi padre que ya no está. 
Era una leyenda que aún se conserva entre la gente más mayor del pueblo y alguna que otra persona más joven interesada en estas cosas de la tradición oral. 
En qué la he convertido yo, exactamente no lo sé. Lo dejo a juicio de quienes la leáis. ¡Y qué la disfrutéis!
 
La leyenda del “Puente de la Bruja”.

Había una vez, en el antiguo País de Maragatos, un pueblo llamado Castrillo de los Polvazares. En sus alrededores tenía, como casi todos los pueblos, un lugar que todo el mundo conocía como “las eras”, pues  allí  se juntaban a comienzos del verano los habitantes del lugar para trillar su trigo, su centeno o su cebada, a golpe de mula o de caballo. Y allí comenzó hace mucho, mucho tiempo, cuando ni vosotros, ni yo..., tal vez ni siquiera nuestros  abuelos..., habíamos nacido, la historia que ahora voy a relataros: la leyenda del “puente de la bruja”.
Atravesaba dicha zona – del extremo superior al extremo inferior -  un pequeño regato  que vertía sus aguas al río Jerga, que discurría un poco más abajo, por el lugar llamado “Entre paleras”.
Este regato, en los meses de verano, bajaba casi seco, incluso yo diría que seco del todo en algunos momentos.  Pero... cuando llegaban las lluvias del otoño, o el deshielo con la primavera..., su pequeño cauce crecía y crecía hasta hacerse ancho y profundo, tan profundo que no podía vadearse con madreñas (pues en aquel tiempo no existían las botas de goma como las que ahora usan los pescadores para meterse en el río sin mojarse), y sólo los más atrevidos osaban pasar de un lado a otro del mismo ayudados de arcaicos zancos de madera y juncos. Así que quienes tenían sus huertas y colmenas del otro lado de este regato, que llegaba a convertirse en tan hermoso riachuelo, tenían que dar largos rodeos para llegar a sus tierras.
Por eso, un buen día, decidieron que tenían que encontrar una solución para no perder tanto tiempo en las épocas en que no podían vadearlo.
Como bien podéis imaginaros, la solución que encontraron fue construir un puente.  Pero como el regato corría casi a ras de suelo, no podían construirlo con troncos de madera que fuesen de lado a lado, pues corrían el peligro de que al crecer las aguas estos fuesen cubiertos por ellas y, entonces, todo el trabajo no les habría servido para nada. Así que decidieron que construirían un pequeño y gracioso puente de piedra que se elevase por encima de la altura que el agua conseguía alcanzar en sus épocas más abundantes.
Tuvieron que esperar a la llegada del verano para ponerse manos a la obra, cuando las aguas hubieran descendido tanto que apenas fueran un hilillo en los extensos campos de las eras.
... Y así lo hicieron. Cuando hubieron pasado los días de la siega y de la trilla, con todo el grano  ya guardado en los graneros y paneras, los maragatos de Castrillo llamaron  a “facendera”. Y, así, de cada casa acudió una persona a ayudar en la construcción de aquel puente que les resultaba  tan necesario.
El lugar escogido fue, más o menos, el tramo situado en la mitad de la era. De esta forma los vecinos que vivían a los extremos del pueblo no podrían echarse en cara unos a otros que el puente quedaba más cerca de un extremo de Castrillo que del otro.
Primero fue necesario acumular un montón de piedras para poder comenzar su construcción sin dar demasiadas vueltas. Y cuando esto fue así, por fin pudieron ponerse manos a la obra. ¡Claro que el trabajo resultó más complicado de lo que nadie había pensado en un primer momento! Y como un día no fue suficiente tiempo para terminarlo, cuando llegó la noche abandonaron la tarea comenzada con intención de continuar al día siguiente donde lo habían dejado.
Y así fue, todo el pueblo se fue a dormir orgullosos del trabajo hasta entonces realizado.
Pero al día siguiente, con la llegada del sol, llegó también la sorpresa. Cuando los vecinos de Castrillo alcanzaron el lugar donde construían su puente, pudieron observar asombrados que todo su trabajo se había venido abajo. Sin embargo, en vez de desanimarse, se pusieron de nuevo manos a la obra y consiguieron levantar lo que se había caído y avanzar todavía un poquito más.
Otra vez llegó la noche, y otra vez tuvieron que abandonar su trabajo en el puente sin haber conseguido terminarlo.  Y otra  vez en la mañana vieron que su obra se había derrumbado por la noche.
Durante varios días volvió a ocurrir lo mismo. La “facendera” realizaba el trabajo de día, pero tras la noche todo el  trabajo aparecía derrumbado de nuevo.  Y los habitantes de Castrillo comenzaron a pensar que alguna BRUJA andaba de por medio, y que era ella con sus hechizos y sus juegos quien destruía el trabajo diurno. Incluso algunas mentes calenturientas decían haber oído por las noches ruidos extraños provenientes de “las eras”, como el sonido de palabras rituales lanzadas a la luna mezcladas con aullidos de lobo y el canto de extraños pájaros.
A pesar del temor que comenzaban a sentir – porque en aquella época y en aquellas tierras aún se creía en brujas, y las brujas nunca traían nada bueno -, como el puente les hacía tanta falta, decidieron montar guardia por la noche, descubrir a la bruja causante de aquellos repetidos destrozos, y darle tal escarmiento que no le quedaran ganas de volver a meterse con las gentes del pueblo y sus cosas.
Y así lo hicieron. La primera noche sortearon quien había de quedar vigilando. Le tocó la suerte a  un joven llamado Pedro.  Pero como estaba tan cansado de la dura tarea del día, se acurrucó junto a un pequeño muro de piedra cercano y se quedó profundamente dormido. Así que no podemos saber que fue lo que aquella  noche hizo – como en  las anteriores – que  el puente se derrumbara de nuevo.
La segunda noche fueron dos los vecinos que se quedaron de vigilancia. A pesar de estar casi en agosto, la noche se había puesto fresca, así que decidieron encender una pequeña hoguera que les diera un poco de calor. Se recostaron junto a ella para descansar un poco la espalda y antes de que se dieran cuenta, entre el cansancio y el calorcito de la hoguera, también se quedaron dormidos.
Les dio vergüenza tener que reconocer frente a los demás que el sueño les había invadido y que por eso no podían contar qué había hecho que el puente se derrumbara una vez más, así que, con un guiño, se pusieron de acuerdo en un periquete y comenzaron a inventarse para sus convecinos una fabulosa historia: “que durante la noche había llegado una bruja montada en una escoba aullando a la luna y que había comenzado a dar vueltas alrededor del puente pronunciando extrañas palabras". Contaron que intentaron bajarla de su escoba a golpe de baleas, pero que entonces comenzaron a salir chispas de toda su figura y que tuvieron que alejarse para no ser quemados por ellas. Cuando al fin las chispas cesaron y la bruja se alejó riendo en su escoba, ellos se acercaron al puente y pudieron comprobar que de nuevo había sido derruido.”
Lo mismo ocurrió de nuevo una tercera noche en que Matías, Nicanor y Lorenzo se quedaron de guardia. Les venció el sueño y, para justificarse, aumentaron todavía más la fantasía comenzada por sus compañeros  la noche anterior.
Una vez más volvieron  al trabajo los miembros de la facendera. Pero esta vez, al llegar la noche, fueron las mujeres las que - hartas de tantas tonterías de brujas y brujerías -  decidieron quedarse de guardia y darle un buen escarmiento a la bruja, si es que aparecía ¡claro!, que no estaban ellas tan seguras. Se hicieron con varios cubos llenos de agua y con dos largas cuerdas. El agua serviría – pensaron  – para apagar las chispas de la bruja si volvía a pasar lo de la noche anterior, y con las cuerdas la atarían bien atada una vez derribada de su escoba. Para hacer más corta la espera, volvieron a encender una pequeña hoguera y, colocadas alrededor de ella, comenzaron a contar historias y a cantar las canciones con las que a menudo entretenían sus tareas mientras tejían e hilaban como en los filandones invernales, y evitar así que pudiera apoderarse de ellas el sueño. De entre el círculo de mujeres, que iba cambiando de posición para turnarse en la vigilancia, siempre había cuatro o cinco con la mirada pendiente del puente. 
De pronto comenzó a oírse un ruido. Primero fue como el producido por un pequeño temblor, después se hizo más intenso. Y todas, vueltas ya hacia el puente, pudieron ver como las piedras comenzaban a caerse, primero una a una, después todas de golpe.
Miraron y remiraron, buscaron y rebuscaron... No había por los alrededores ni el menor asomo de bruja, ni de brujo, ni de espíritu o fantasma. Se dieron cuenta que el puente se caía por su propio peso porque no estaba bien apuntalado. Y satisfechas por haber descubierto el origen del problema, que ¡por cierto! no tenía nada de mágico ni de misterioso, se acurrucaron ya tranquilas junto al fuego y se quedaron dormidas hasta el alba.
Cuando llegó el relevo de los hombres, dispuestos a seguir con la tarea, las encontraron ya despiertas y esperando. Vieron el puente de nuevo derruido, pero esta vez no hubo excusas ni historietas.
Una vez conocida la causa del desastre que noche a noche se producía, volvieron a comenzar el trabajo, esta vez poniendo una estructura que sujetase bien el puente mientras  lo iban levantando. Duró el trabajo varios días, pero ya no volvió a derrumbarse. Y al fin, una tarde de verano, pudieron dar por terminada la faena.
El puente se levantaba por fin, en medio de las eras, cruzando de lado a lado el regato que se desbordaba con las lluvias del otoño y el deshielo de la primavera.

Han pasado los años, muchos años desde entonces. Castrillo sigue en su lugar de siempre, como un pueblo anclado en las brumas del recuerdo. En “las eras”, hoy ya nadie trilla el trigo, ni el centeno.
Pero el puente aún sigue en medio de la pradera, cruzando de lado a lado la hondonada seca que encontramos en verano; facilitando el paso de un lado a otro cuando las lluvias o el deshielo aportan algo de agua a su cauce.  Aún  sigue en su lugar, con sus piedras hoy algo maltrechas, humilde  y útil, formando parte del paisaje.
Y desde entonces los que viven en el pueblo y los que de él descienden aún lo conocemos como “el puente de la bruja”, por más que en torno a él  brujas nunca hubiera.

1 comentario:

  1. En la Autopista General Cañas, en Costa Rica se hizo un hueco y colocaron un Puente Bailey, hay una bruja en el puente y nadie se atreve a tocarla, será real que en los puentes hay brujas???

    ResponderEliminar